Últimamente se ha dado un gran revuelo por un tema que, si bien es importante, carece de toda la grandilocuente trascendencia con que algunos interesados han querido investirlo. Me refiero al tema de la fecundación in vitro. En Costa Rica se da un caso extraño: So pretexto de defender la vida se termina impidiendo, e incluso vetando moralmente la misma. ¿Cómo es esto posible? Pues bien, la gente hace tiempo notó que en algunos asuntos legales (y otros más) su patria deja mucho que desear. Y esto no por causa de los habitantes, sino del inoperante aparato estatal, cuya inopia casi raya en lo clínico. La gente vio que las leyes no son lo que deberían, y que el apoyo de la ciencia en la reproducción es algo que debería estar al alcance de todos. Después de todo, la paternidad es un derecho, así como la salud. Y no olvidemos que la razón de ser del gobierno es la sociedad, pues del leviatán sintiente deviene casi toda autoridad que le ampara, aunque al final no se preste oídos a su voluntad.
Se podría decir que todo gobierno democrático se basa en las falacias ad numerum, ad populum, ad antiquitatem y ad autorictas. Estas, junto a alguna variante de la tradición fideísta escatológica nacional, son suficientes para mantener la eutaxia. Pero existe un error de base cuando la democracia se torna en el gobierno de la ignorancia y el sentimentalismo hecho ley, pues deviene en desgracia lo que debería ser de utilidad y beneficio. En este caso, la acción más perjudicial que cometió la actual legislatura es el haber llamado a dar su opinión, como si fuera un tema cualquiera, a quienes están a favor o en contra. Es un error por varias razones: Primera, porque este no es un tema cualquiera, es un tema científico, por lo que solo los profesionales y especialistas son apropiados para dar una opinión sobre éste. Segunda, porque su misma calidad de profesionales les impide opinar libremente, pues hacerlo sería antiético, y quien lo hiciese no sería merecedor de su título. Tercera, porque esta limitación expresiva no se explaya a los que están en contra, ya que éstos suelen ser moralistas de todo tipo, y no tienen ningún reparo en incitar la animadversión de los legisladores, ignorantes en temas tan específicos, y cuya formación su ecuanimidad casi siempre puede menos que su apego a su tradición, a su fe, a lo “políticamente correcto” y a lo que le digan sus vísceras. Y cuarta, porque los opositores al tema o son personas sin preparación médica, o son profesionales que han dejado primar sus juicios de valor sobre su deber profesional. En el primer caso, ellos no tienen nada que decir frente al tema, pues nada saben de él, excepto lo que piensan que saben o lo que otros les han dicho, y lo que digan no será más que una opinión subjetiva y sin valor. En el segundo caso, profesionales que priman lo personal sobre lo profesional no merecen ningún crédito, pues sus opiniones están teñidas de moralina y exentas de objetividad, por lo que nada pueden, objetivamente, aportar.
¿Por qué se permite la exposición de expertos y detractores, como si estuvieran en igualdad? No tiene sentido que un tema que solo compete a expertos y a unos pocos desinformados popularmente electos, sea tratado como uno en el que todos tuviéramos derecho a opinar. No es así. En asuntos de ciencia solo los especialistas comentan. Las opiniones nacidas de la fe y del sentimentalismo no tienen comparación con las de la ciencia, en especial cuando de asuntos científicos se trata. La pregunta no es porqué impedir la expresión de todas las opiniones (como si los temas científicos se decidieran democráticamente), sino por qué deberíamos dejar que gente movida por sus intereses y creencias indemostrables dicte la manera de hacer ciencia y de legislar, en este o en cualquier país. Siendo la ciencia, por la rigurosidad de su método, antidemocrática por antonomasia, no se puede esperar ni que éste tema sea expuesto a la voluntad de quienes nada saben ni quieren saber del mismo.
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